“La salud es la solución del conflicto”
Una semana atrás murió el sanitarista Floreal Ferrara. Tenía 85 años y seguía trabajando. Ejerció la medicina social. Marcó el camino hacia un sistema de salud sostenido por la participación popular. Un poco peronista, un poco nacional, un poco socialista. Así lo explicaba en octubre de 2008.
Por Beatriz Blanco. Publicado en Pagina 12, 19 de abril de 2010
–¿Cuándo y por qué, siendo cardiólogo, hizo el giro hacia la medicina social? ¿Fue a partir del posgrado sobre Salud y Desarrollo Social organizado por la OEA? ¿Fue por su acercamiento al peronismo o simplemente porque es hijo de su época?
–Fui hijo de esa época, pero no se olvide de que mi viejo era anarquista. Lo veo todavía extendiéndome la mano y diciéndome “este es el primer libro que tenés que leer”. Se trataba de El hombre mediocre, de José Ingenieros. Yo tendría 14 años.
–¿Cómo era su paisaje infantil?
–Yo nací y me crié en Punta Alta, provincia de Buenos, hasta que me fui a estudiar a La Plata. Soy el mayor de tres hermanos. Tengo recuerdos formidables de aquellos tiempos. A la vuelta de mi casa había una oficina de aguas, Aguas Corrientes. Era una oficina británica, era del imperio. Y con mis amigos, tendría 10 a 11 años, decidimos quemar la bandera británica que estaba allí, porque no había bandera argentina. Nos dio fastidio. Y la quemamos. El gerente de ese lugar nos detuvo, llamó a la Base Naval Punta Alta. Vino alguno de la Base Naval y nos metieron en cana. No duró mucho la cana. Fueron nuestras madres a buscarnos y nos largaron con la recomendación de que no lo volviéramos a hacer. Mi madre no me reprendió porque entendió que era la consolidación del pensamiento de mi padre. Esto ocurría en 1934. Yo nací el 7 de junio de 1924.
–¿Qué recuerdos tiene de sus padres?
–Mi padre se llamaba Pedro, era yugoslavo, anarquista y dirigente sindical. Fue parte del grupo de carpinteros que construyó el dique seco, que todavía existe en Puerto Belgrano. Creó un sindicato anarquista de oficios varios. Porque no había gente suficiente para crear un sindicato de herreros, de carpinteros. Mi viejo tenía una cosa muy linda, que los domingos me sacaba a pasear. Yo ya era rengo, porque tuve la poliomielitis a los 11 meses. Los domingos me llevaba a pasear por Punta Alta y me hacía tocar las puertas que él había hecho. Las puertas del teatro Colón, del teatro Español. “Tocala –me decía–, mirá qué fina que está, no tiene una sola aspereza. ¡Mirá qué linda que es!” Mi madre era española y se llamaba Paulina García. Linda mina, fuerte.
–¿En qué año llega a estudiar medicina a La Plata?
–En 1943 y viví en una pensión de 2 y 50.
–A una cuadra de la cancha de Estudiantes. ¿De qué cuadro era hincha?
–Era hincha de Gimnasia, después pasé a ser hincha de Estudiantes. Pasados los años me resultaba muy difícil subir a la platea de Gimnasia con mi pata renga. En cambio en Estudiantes me podía sentar al lado del arco, en los primeros tablones. Iba con mi hijo Pedro, que ya era de Estudiantes. Yo de Gimnasia. Y de repente, un día vino un gol fenomenal y me encuentro abrazando a mi hijo. Y entonces pienso: ¡Ah, ya soy de Estudiantes!
–¿Cómo surgió la idea con Milcíades Peña de hacer aquella encuesta por muestreo sobre “Qué significa la salud mental para los argentinos” publicada en Actas de Neuropsiquiatría Argentina de 1959 que fue señera?
–Milcíades era un gran creador, un personaje. Uno de esos días en que nos encontrábamos en mi consultorio de la Clínica Charcot en La Plata, me dice: “¿Sabés lo que tendríamos que hacer? Un estudio a fondo de la clase media”. El quería demostrar que los médicos tenían un horizonte muy estrecho y yo también. El tema era que había que hacer la encuesta, no era cuestión de inventarla. En esos días yo me iba al Congreso Nacional de Cardiología que se hacía en Tucumán. Entonces Milcíades me dice: “Vos tomate el tren a Tucumán y encuestá a todos los tipos que suben al tren. Y yo me voy a Mendoza y entrevisto a toda la gente que sube a ese tren”. Cuando llegué a Tucumán ya había hecho trescientas encuestas. Lo mismo hizo Peña. ¿Qué fue lo importante de eso? Aplicamos los tests proyectivos del sociólogo Writght Mills. Lo presentamos en el Congreso Nacional de Psiquiatría.
–¿Cuál sería su definición de salud hoy?
–La salud es la solución del conflicto. No tiene nada que ver con esa definición como “completo estado de bienestar físico mental y social” que utilizábamos en aquellas épocas, surgida de los organismos internacionales de salud. Este concepto lo estudiamos epistemológicamente con Milcíades Peña, y nuestra definición se pelea con el estado de bienestar y el “estar bien”. Nuestra definición de salud es que el hombre y la mujer que resuelven conflictos están sanos. La salud es la lucha por resolver un conflicto antagónico que quiere evitar que alcancemos el óptimo vital para vivir en la construcción de nuestra felicidad. Y por otro lado, estoy convencido de que siempre que uno hable de salud, no hay perspectiva de otra salud que aquella que construye el Estado. No hay perspectiva de creer en la salud privada. La salud privada es un negocio mercantil para los ricos que la pueden pagar.
–¿Una experiencia notable en algún lugar del mundo?
–Sí, en Africa. “Usted tiene que conocer la Universidad de Kumasi, y va a ir con mi auto y con mi gente, y en ese camino usted va a comprender por qué la Universidad de Kumasi es muy distinta de la universidad de los ricos, que ya visitó”, me dijo Kwame Nkrumah, presidente de Ghana, en Accra, la capital, cuando fui invitado en el año 1962 a una reunión internacional de médicos que se llamaba “El mundo sin la bomba”. Cuando íbamos en el auto rumbo a esta universidad, el negro manejaba a 160 kilómetros por hora. Era dramático. Veo una picada y le digo al chofer: “Pare, pare, pare”. Había una muchacha con la Cruz Roja en el brazo, pero con los pechos al aire y una pequeña tanguita. Me bajo del auto y me dirijo hacia ella. Entonces la muchacha me explica: “Yo soy aquí la maestra, soy la médica, soy la enfermera. Soy enfermera recibida en Oxford, estoy con mi pueblo y he venido a servir a mi pueblo. Y usted está preocupado, porque lo veo que me mira con preocupación. Me mira con preocupación ¿por qué? Porque no tengo el guardapolvo blanco. Si me llego a poner el guardapolvo blanco aquí no queda un solo niño. Todos van creer que soy un fantasma”. Yo en ese entonces era profesor adjunto en la Universidad Nacional de La Plata de medicina preventiva. Y pensé: “¡Qué lección me ha dado!”.
–¿Por qué asegura que todos los campos de la atención son preventivos?
–Le voy a explicar por qué con ejemplos simples. En el primer nivel de atención hacemos promoción de la salud en niños de 0 a 5 años vigilando la alimentación, la higiene, las vacunas. De los 5 a los 15 años hacemos promoción de la salud con las vacunas. En el nivel secundario nos dedicamos a la recuperación de la salud: diagnóstico precoz, tratamiento oportuno para limitar el daño, previniendo situaciones peores. En el nivel terciario, por ejemplo, si la hipertensión lo llevó a hemiplejía, se puede hacer una readaptación y reeducación. Y luego se puede prevenir la muerte de otros estudiando los certificados de defunción de una población, que nos hablarán de la causa de su muerte. Por eso digo que toda la atención de la salud es preventiva.
–Decía recién que la salud necesita ser estatal.
–Necesita ser de la comunidad porque si no es de la comunidad, todos estos niveles de atención de los que le hablé serían muy difíciles de cumplir. Carrillo me contaba las diferencias que tenía con Eva, me decía que Eva estaba totalmente convencida de que los hospitales debían ser del pueblo y, por lo tanto, debía gobernarlos el pueblo. Y Carrillo se enojaba, decía que no estaba de acuerdo, que los hospitales eran responsabilidad del Estado y que debía gobernarlos el Estado. Se acaloraba y me apuraba: “¿Usted qué piensa?”. Y yo le decía que pensaba como Eva. “¿No ve? –contestaba Carrillo ofuscado–. Son todos revolucionarios... pero tienen razón”.
–¿Cómo vivió la dictadura de 1976?
–Yo tuve dos mujeres en mi vida. Dora Irma Roge, mi primera mujer, era una mina impresionante, enormemente culta, trabajadora del periodismo, cuidadosa de lo que era nuestra vida. Vivimos desde 1950 con Dora y mi hijo en La Granja, un pueblito cercano a La Plata, hasta que una patota policial me vino a buscar, no me encontró y destruyó mi casa y quemó mis libros en 1976, bajo la dictadura militar. Seis días después mi mujer murió por una crisis cardíaca. Y yo me muero con ella. Me refugié finalmente en Buenos Aires. Estuve tres años en negro, sin leer, sin escribir, sin hacer nada. Luego comienzo a leer de nuevo y me encuentro con esta muchacha. Esta muchacha espectacularmente amiga, compañera, enormemente cordial, afectuosa, me saca de eso y construimos un mundo nuevo. Ella me hizo renacer –dice refiriéndose a Elizabeth, quien acaba de acercar un vaso de agua fresca.
–¿Es decir que tuvo un hijo?
–Sí, Pedro, y además tengo una hija adoptiva y tres nietos adoptivos. Un bisnieto adoptivo y el 15 de noviembre nacerá mi primer nieto de sangre.
–¿En qué consistió el programa Atamdos? (Puesto en marcha en la provincia de Buenos Aires durante su gestión como ministro de Salud a fines de 1987).
–Atamdos quiere decir Atención Ambulatoria y Domiciliaria de la Salud y comprende toda la atención de la salud, parte del primer nivel y se integra con el hospital de la zona. Los modelos preventivos de la salud se repiten en la atención primaria de la salud. El programa se desarrolló a lo largo de cuatro meses, que fue el tiempo que estuve a cargo de ese ministerio, en La Plata, Berisso, Ensenada, Florencio Varela, General Rosales, Patagones, Salto, Tandil, Tres Arroyos, Villarino y otras zonas del conurbano bonaerense. Pero no hay ningún lugar del país en que no se recuerde lo que significó, fuera de esa revolución sanitaria que produjo Ramón Carrillo.
–¿Cómo estaban formados los equipos?
–Cada Atamdos estaba formado por un equipo interdisciplinario: un médico, una enfermera, un psicólogo, una trabajadora social, un bioquímico y un odontólogo cada dos grupos. Ese grupo atendía 300 familias, en un área señalada por ellos. Ganaban lo que ganaba yo como ministro de Salud, creo que cinco mil pesos, pero había una responsabilidad, ninguno podía trabajar en otro lado, había retención de título. Hicimos aproximadamente novecientos nombramientos. Las trescientas familias de cada Atamdos eran quienes manejaban el presupuesto del equipo. Eran los que controlaban y dirigían, discutían y resolvían los problemas de salud en asamblea. La asamblea elegía el Consejo de Administración. Yo iba a las asambleas. En una de ésas me encuentro con un muchacho que dice: “Acá el único quilombo que tenemos es el tema de la basura, yo creo que la solución de esto es que hagamos un cajón muy grande, lo tapemos bien y tiremos ahí la basura y apretemos al intendente para que todos los días vengan a buscar la basura”. Se terminó el problema de la basura, lo había resuelto la comunidad. Esa es la salud que el país necesita. La salud está metida adentro de cada una de las cosas del mundo. Está metida adentro de cada una de las cosas sustanciales en las que están el hombre y la mujer y el amor directamente metido.
–¿Por qué razón se sigue recordando esta experiencia?
–Por la participación de la gente. Esto no quiere decir que yo disminuya la enorme significación de lo que hizo Carrillo sesenta años antes. El Atamdos fue un agregado fenomenal que rápidamente lo ahogaron, duró de fines de 1987 a abril de 1988.
–¿Quién o quiénes ahogaron la experiencia?
–Este programa se generó entre un conjunto de compañeros y amigos que empezamos a pensar cómo se transforma la salud. Pero otros colegas no pensaban lo mismo. Recuerdo, una vez me viene a ver un director de un hospital de Tandil al despacho, cuando yo era ministro. “¿Te acordás de mí?”, me dijo. “Cómo no me voy a acordar, entrá.” Y me dice: “¿Vos qué querés hacer, querés fundir a los hospitales? No hay nadie en los hospitales”. Justamente, ésa era la ventaja del programa Atamdos: la gente era atendida primariamente en el barrio, y no llegaba al hospital, que está para los casos más complejos. Eso, a algunos los incomodaba. Y así trasmitían esa opinión a Cafiero. Cafiero estaba asustado.
–¿Y Cafiero qué opinaba?
–Cafiero me llama un día y me dice: “Vos ¿qué querés hacer en la provincia de Buenos Aires? ¿Un soviet?”. “No –le dije– ¿Por qué, Antonio, vos les tenés miedo a los soviet?” Me respondió: “No. ¡Cómo les voy a tener miedo!”. “¿Entonces?” Que iba demasiado rápido, me dijo. Pero, ¡era la revolución desplegada! Porque, claro, si vos le das participación al pueblo, le estás dando participación en una revolución. La concepción de Carrillo está bien en el medio de en un país que tenía un líder y que ese líder era el poder. La diferencia era que el poder residía en el Estado. Y Eva y yo, con humildad digo esto, percibimos que el poder está en el pueblo.
–¿En qué consiste el Instituto Gráfico Nacional de Estudios Sociales y Sanitarios que dirige en el sindicato gráfico?
–Un día me dice Ongaro: “¿Usted quiere hacer algo?”. “Sí –le contesto–, quiero hacer un instituto.” “Bueno, métale. ¿Qué necesita?”, me preguntó. “Necesito 20 dirigentes sindicales que no sean ñoquis, que laburen, que no tengan permiso gremial.” “Tengo”, contesta Ongaro. Así creamos el Instituto. Le estoy enseñando a ese grupo de trabajadores a preparar los trabajos con sus propias palabras, a partir de sus búsquedas en Internet y los textos que yo les doy. La consigna es preparar un documento para que sus compañeros entiendan qué es dislipemia (alteración en los niveles normales de lípidos plasmáticos), lo que es el alcoholismo, los biocombustibles. Así hacen textos construidos con sus propias palabras. Es monumental. ¿Por qué? Porque acá viene una frase fundamental de Martín Heidegger, copiándolo a Friedrich Hölderlin, el gran poeta: “Las palabras son la casa del ser”, es decir, el ser se expresa por las palabras, entonces cuando las palabras las utilizan los trabajadores, los que saben cuál es el ser de los trabajadores son los propios trabajadores.